Le decían “Belleza”… ¡hace tantos años!
Eran los tiempos del fanatismo histérico por aquel bardo y actor argentino, Hugo del Carril, que llevó a tantas inocentes doncellas a sufrir ataques de histeria extremos que les costó la existencia, marchitada a destiempo de un suspiro.
—¡Cómo te le parecías! (A Hugo) -decían todas y todos— Te hinchaba de vanidad la idea.
Era tanta la gracia y la clase conque Dios le vino en gana dotarte, que hasta algunos de tus machos amigos, “varones probados” de la época, te envidiaban con dolor.
Tú caminabas orondo, pisando fuerte con tus zapatos de dos tonos, de modo que desde una considerable distancia, cada princesa del barrio, quedara advertida de tu presencia perfumada con tu esencia preferida (Old Spice)
Tu traje a la moda, impecable, de origen oculto, quizá obsequiado “bondadosamente” por alguna viuda ansiosa de lecho vacío, muy bien cepillado en el amanecer para borrar alcobas furtivas, tu sombrero alón ligeramente de lado y ese detalle imprescindible para sellar tu hombría, tu cigarrillo, también llevado con tu sensual modo, sin apretado labio, sino más bien con una leve caída de quien se siente seguro de dominar cualquier desliz de lo que lo adorna, precedían tu halo de rey pueblerino.
Se sentía el crujir discreto de las viejas maderas de puertas y ventanas que se entrecerraban tratando de disimular las miradas furtivas y golosas de tus fans. Te adoraban.
Muchas te aguardaban desde la mañana, bañaditas con gajos de Colonia, entalcados sus cutis nuevos con polvos de arroz para aparentar la palidez de la pureza y emperifolladas con sus tules y sus organzas encima de sus enaguas de tafetanes y encajes azules o rosados de supuestas vírgenes ingenuas. Querían ser las primeras para que no ocurriera, que alguien osara gastarte antes con su mirada voraz cuando decidieras honrarlas con tu paso por sus calles.
Te decían “Belleza”. Lo eras.
El día que Dios te hizo, debe haber sido una mañana de esas de calma chicha que rodea alguna vez esos páramos olvidados como aquel pueblito donde creciste, por lo que Dios, para no aburrirse, decidió hacer algo bueno, especial y bello. Te esculpió a ti y en el colmo de las bendiciones te dibujó esa sonrisa, tu arma secreta, con la que sedujiste al mundo que se puso a tus pies de apolo pobre, pero elegido del cielo al fin.
¡Belleza! así te apodaron desde siempre. Las leyendas se tejieron como telarañas a tu alrededor, algunas buenas, otras muy malas. Te honraban y te perdían.
Tanto amor clandestino y frustrado. Tanta historia enredada haciéndote tropezar, confundieron durante demasiado tiempo tu imagen en mi pequeña sabiduría.
No tuve la suerte de repetir en mí, el color de tus ojos verde azul, azul verde con tonos grises de acuerdo a tu humor y que usabas con maestría para tus fines de sátiro, entornándolos castigadoramente para acallar cualquier rebelión femenil.
No heredé tampoco, esa indiferencia y actitud impasible casi hierática ante las grandes tragedias de la vida, conque lograste evadir las nubes del destino y mantenerte incólume y con la sonrisa intacta.
Una sombra negra consumida por la envidia y los celos trabajó por años para separarnos y logró que nuestros cuerpos hoy no puedan abrazarse estando tan cerca, que no pueda tocar tus canas amadas, que no puedas tocar mi ausencia. No importa padre.
No logré nunca ser la hija perfecta, no lograste tampoco ser el padre adecuado.
Ahora ya no cuenta. Somos adecuados y perfectos para ti y para mi.
Tu amor importa, mi amor cuenta.
Tu y yo hoy, por el poder del perdón de Dios que sembró en nosotros.
Dios, tú y yo. Nadie más.
Soy tu rama primigenia, soy tu niña grande, eres mi padre niño, estoy en ti y estás en mí.
Estas en mi sangre, estoy en tus genes. Eres mi célula madre, soy tu célula hija
Mi ADN te busca tu ADN me encuentra. Mi alma te ama, tu alma me adora.
Irremediablemente contra toda barrera, hoy a alguna hora, en algún instante, mi corazón y el tuyo, se besarán en secreto.
¡Felicidades papi!