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Sobre Arte y algunas de sus manifestaciones

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La bijirita a la que le faltaba un ala. Capítulo 2

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Capítulo 2

La niña que llora pero vuela.

 

— Me gusta el color negro… y los coches negros porque me recuerdan la necesidad de proteger a la niñita.

— ¿Cuál?

— Aquella del coche negro que lloraba y lloraba, interminablemente.

— ¿Cuándo?

— El día que se murió la madrecita

— ¿Dónde?

— No sé. No vi

— Ah…

— Sólo vi cuando subieron la loma llorando.

—  Qué pena.

— Le dieron una cremita de leche pero no se callaba

— ¿Y qué hicieron?

—Se la llevaron en el coche negro a la funeraria y le enseñaron a la madrecita en el féretro.

— ¿Cómo? ¡Qué bestias!

— Por todo vestido sólo tenía puesto un pequeño calzón.

— Pobrecita.

— La montaron en el coche negro…y lloraba

— Sí

— Y siguió llorando.

— No. Se calló.

— Qué bueno.

— Sí.

— Ahora es una isla…

Es cuestión de tiempo para que todo se deslice por  el tragante de un cerebro chupado de tanta memoria, de tantos recuerdos. No quiere decirlos. No tiene a quien decirlos. A quién le importan. Sería extenuante para otro cargar con una isla que no es suya.

…Una isla—

Sin opción, cada hombre o mujer está obligado a cargar su propia isla con todas las montañas que subió, con todos los ríos que logró cruzar y donde se hundió su barco y  se ahogó y después resucitó y llegó a la orilla de otro destino desprotegido y débil, siguió caminando sin conocer siquiera cuál era el mejor camino o si era mejor acortar por veredas a pesar de que  le hubieran dicho que las veredas no son buenas para encontrar respuestas, que todo depende de a quién te encuentres en ese camino y  de tus decisiones.

…Las decisiones—

Debes ser tan terco, tanto, que a pesar de sentir que te hundes en un pantano que no viste por andar por veredas desconocidas, atines a respirar fuerte, profundo, justo antes de hundirte, desde allí donde todo se sabe y mirar para arriba  y hablar obstinadamente sin importarte la casi muerte y pedir y pedir y llorar y llorar y gritar si fuera necesario bien alto para que te oiga quien siempre estuvo ahí pero que no lo supiste o no querías saber y  te respete por ti y no por los gritos. Te entregue entonces la herencia que te pertenece si es el momento, no  tarde o temprano sino en el tiempo exacto de oír desde el alma las señales que te  llevarán a la ruta que conduce al infinito de posibilidades donde habitan todos los misterios en las estrellas de luz que has perseguido por eras.

— ¿Y después?

— ¿Qué?

— ¿Qué pasó después?

— ¿Cómo?

— A la niña que lloraba y que se calló—digo.

—Se convirtió en isla. Una isla está sola. Se quedó sola.

Un pedazo de tierra sin madre que lo siembre de buenas semillas y lo bañe con agua sabia, se convierte en isla. Todos somos pedazos de tierra unidos por lazos invisibles con otros pedazos de tierra que forman países o continentes de acuerdo al tamaño que fuiste capaz de extenderte a través de las ramas del alma  que a su vez  te unen a otros pedazos de tierra por lianas de ideas y  una especie de amalgama que forma  él único elemento indispensable para una unión poderosa y segura de energía vital; el Amor.

Si este elemento fundamental está ausente o lo perdiste por error involuntario o descuido, o peor por ignorancia,  te conviertes irremediablemente en una isla a la deriva que recorre ríos, mares, sin encontrar siquiera  un leño vivo, poderoso, donde poder asirte, flotando en lo incierto de la  nada, suelto de todo y vacío en el centro, como un salvavidas que no salva, que más bien te hunde si el agua te inunda más de lo permisible y su peso te arrastra  hacia el fondo como tierra fofa que se diluye sin defenderse, sin luchar, porque ninguna planta reclama las raíces que ya se han podrido.

—Se encaracoló — —la niña.

— Iba sin salvavidas — Pobre.

— Todos opinaban  (era intrincado) — nadie entendía.

— La sordera de los avestruces (las conveniencias) — las mentiras.

— Nadie sabía (la hipocresía) — los velos.

— No querían (se encaracolaron) — Todos.

Te habitarán por ratos montículos piratas de tierra extraña que no te conoce y explotarán tu tierra sembrando cizaña, robarán los tesoros de tus  minas, contaminarán tus  aguas y enjaularán tus aves, para sacar provecho de tierra que no es suya  aunque nunca podrán adivinar  tus mares ni tus laberintos ocultos y jamás tus sueños.

Al cabo, cuando hayan explotado lo suficiente para saciarse y crean que te han descubierto entera sin imaginar por asomo tus riquezas, te estremecerán las voces  interiores de la verdad de tu esencia y vomitarás lava roja y  piedras de tropiezo haciendo que se  marche de ti lo que nunca te perteneció, dejándote sin embargo, la inexplicable tristeza  de la costumbre pero libre al fin, aunque aún no lo sepas.

—El miedo.

— La ignorancia de pueblo chiquito.

— Hundida.

— Un infierno (los cobardes)

— ¡Está loca!

— El estigma.

— Volaba muy alto y se cayó

—El Epitafio — (los enemigos)

—Se ahogó.

— El colofón — (Todos… y la niña y la madrecita)

Seguirás hundiéndote y emergiendo con una fuerza que no creías tener y que no sabes de donde ha venido hasta que  cuando estás a punto de rendirte sin otro pretexto y sólo si te es concedido, porque es tu momento, tu hora, donde en ese flotar aparece esa bendición brillante en un pájaro blanco de alas anchas que vuela de lado  a punto de caerse, y necesita guarecerse  en ti desesperadamente de aires raros  porque viene cargado de sueños enormes e incomprendidos que le pesan demasiado y anda buscando  una buena tierra donde sembrarlos.

Aunque  te falten plantas y hojas y vientos frescos, no le importará, sólo verá con la intuición muy lejos más allá de tus ojos y  verá eso que no está en las hojas ni en el aire, sino en la savia que te recorra. Ya no serás  una isla a la deriva, ni él un pájaro errante sin tierra y te nacerán nidos nuevos…diferentes.

— ¿Y qué pasará con la niña?

— Aún es isla que llora

— Hasta que llegue…

— Llegará

— Sí

— Y volará…más allá,  donde abonan la tierra y nacen gaviotas.

 

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Leyendas de una bijirita a la que le faltaba un ala.

sin-titulo-1Capítulo 1:

Domingos sin mamoncillos

Restriega, restriega obsesionada con ese pequeño florero de loza cuarteada y vieja, tratando de arrancarle aquel olor de agua de muerto y tierra seca que impregna todo el entorno en  sus  habituales mañanas de domingos de llanto y cementerio, como oración obligada.

Era como un castigo inmerecido ese sol que “rajaba las piedras” y las cabezas, que subían la loma del camino al cementerio. Los odiaba… los domingos.

¡Tantos domingos! ¿O eran menos? ¿O más? No recuerda. Sólo recuerda ese olor de agua de muerto que desprende la loza usada donde se conservan las flores que se colocan encima de las tumbas de alguien como ofrenda vanidosa de los que se quedan pues los que se han ido ya no huelen…ese olor.

— ¡Qué calor!

— Sí.

— Siempre hace calor los domingos.

— Sí.

— No me gustan los domingos… son lápidas tristes.

—Sí.

Sigue restregando, pero igual, no se desprende, como si al hornear ese florero común, ridículo, junto a otros miles, hubieran avivado la hoguera con huesos de muertos empecinados que no quieren irse.

Se cansa o más bien se obstina, no llora, no puede. Está harta de restregar los restos de huesos de muertos impregnados en un maldito florero cada domingo. No lo dice. No lo puede decir porque ahí está la abuela llorando o forzándose un llanto cada domingo que necesita derramar para limpiar una culpa que cree tener  y que no tiene, pero no lo sabe. Pobre abuela.

También están las tías que no se sabe si lloran por su fealdad, (son feas…y torcidas) ante la tumba de la única bonita de la familia que se fue sin darles tiempo de preguntarle (se fue muy temprano) por qué, siendo hermanas, ella era tan linda y derecha y con pestañas tan largas y ellas… con pestañas tan cortas. Pobres tías.

Piensa, o mejor, recuerda los días cuando las flores estaban vivas y se reían (todos) y comían mamoncillos en el patio de la abuela… y del abuelo, que ya no cuenta y ni siquiera comió mamoncillos. Ellas reían, contaban cuentos de guajiros y fantasmas y reían. Todas.

Su madre, hija de la abuela y hermana de sus tías, solía hacer todo el  ajuar de la niña  de cada domingo, con telas vivas e incrustaciones  de flores o mariposas y rizados de tules llenitos de colores que respiraban y  cuentas y lentejuelas heredadas de todas las abuelas y de todas las tías que querían ser bonitas.

Después, la llevaba de la mano, exhibiendo oronda a su niña como a su muñeca, pues todavía su ingenuidad de  madrecita de pueblo sano, le conservaba la inocencia para juegos de muñecas…sus últimos juegos antes de que el calor subiera la loma.

Eran domingos de iglesia y de cantos y de amor y olían dulce como huele la vida cuando no se ha muerto y no se sabe bien el significado de crucifixión alguna. Eran días de fe alegre.

“Es mi princesa” – decía su madrecita riendo oronda  – y todo olía entonces a naranjas hermosas, ultra redondas, bañadas  por las caricias de la lluvia que brotaba a cántaros, alegre de ser útil a la tierra fértil que paría alivio a los humildes.

Disfrutaba adornando la cabeza  de su niña  formándole  “tirabuzones” (así se decía a los bucles en su región) con aquella buclera de aroma de madera de cedro que aún conserva como un tesoro antiguo desde su valor íntimo, por haber dormido siestas en las manos de la madrecita buena de pestañas largas.

Los conformaba con sus hebras doradas y largas uno a uno, para rematar la obra  en su coronilla con una pluma rosada, como aquel día que la disfrazó de bailarina  con zapatillas y todo, haciendo recordar a una bailarina francesa salida de una pintura de “Moulin Rouge” de aquel genial  Tolouse Lautrec (aunque sólo sabía de él por una revista prohibida para mujeres que vio en la casa de una amiga)

Eran los días de loza nueva y amistosa conque se tomaba café con leche en las meriendas vespertinas y se mojaban los “panqueques”  a la usanza de la gente sencilla del área rural donde nació, cuando todavía no había ese olor a flores muertas y a domingos de loza cuarteada, de sol ardiente con tierra seca  y rezos tristes de la abuela y las tías, como un mantra negativo de la ignorancia.

Fue un domingo cuando la llevaron a enterrar por el camino de la loma hacia el cementerio y todos lloraban junto a las tías y la abuela, que lloraba más que todos…por la culpa. Se les rajaban las cabezas bajo el sol ardiente y el olor a tierra seca era más fuerte que nunca, insoportable, pareciera de siglos sin agua de vida. Era el llanto de la justicia por las madrecitas que se van con pestañas largas que todavía no se caen. No era justo. Demasiado pronto. … al menos para la hijita.

Aún ahora, la niña agradecida, besa el retrato que conserva de ese día, como si con ello lograra volver a las zapatillas, a la risa y a los mamoncillos. Se le agua la boca.

— ¡Qué calor!

— Sí.

— Calor de sol ardiente de domingo.

— Sí.

— De sol que raja las cabezas… y el alma.

— Sí.

— No me gustan los domingos… son lápidas tristes.

— Sí.

— Hace falta que llueva… y que moje la tierra seca.

— Sí.

— Y nazcan naranjas frescas.

—  Sí.

— Voy a sembrar un mamoncillo.

 

Ana Luisa Rubio

10/septiembre/2016

 

 

 

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